Vigilia con el Papa Francisco en Campus Misericordiae
Queridos joÌvenes,
Es bueno estar aquiÌ con ustedes en esta Vigilia de oracioÌn.
Al terminar su valiente y conmovedor testimonio, Rand nos pediÌa algo. Nos deciÌa: «Les pido encarecidamente que recen por mi amado paiÌs». Una historia marcada por la guerra, el dolor, la peÌrdida, que finaliza con un pedido: el de la oracioÌn. QueÌ mejor que empezar nuestra vigilia rezando.
Venimos desde distintas partes del mundo, de continentes, paiÌses, lenguas, culturas, pueblos diferentes. Somos «hijos» de naciones, que quizaÌ pueden estar enfrentadas luchando por diversos conflictos, o incluso estar en guerra. Otros venimos de paiÌses que pueden estar en «paz», que no tienen conflictos beÌlicos, donde muchas de las cosas dolorosas que suceden en el mundo soÌlo son parte de las noticias y de la prensa. Pero seamos conscientes de una realidad: para nosotros, hoy y aquiÌ, provenientes de distintas partes del mundo, el dolor, la guerra que viven muchos joÌvenes, deja de ser anoÌnima, deja de ser una noticia de prensa, tiene nombre, tiene rostro, tiene historia, tiene cercaniÌa. Hoy la guerra en Siria, es el dolor y el sufrimiento de tantas personas, de tantos joÌvenes como el valiente Rand, que estaÌ aquiÌ entre nosotros pidieÌndonos que recemos por su amado paiÌs.
Existen situaciones que nos pueden resultar lejanas hasta que, de alguna manera, las tocamos. Hay realidades que no comprendemos porque soÌlo las vemos a traveÌs de una pantalla (del celular o de la computadora). Pero cuando tomamos contacto con la vida, con esas vidas concretas no ya mediatizadas por las pantallas, entonces nos pasa algo importante, sentimos la invitacioÌn a involucrarnos: «No maÌs ciudades olvidadas», como dice Rand: ya nunca puede haber hermanos «rodeados de muerte y homicidios» sintiendo que nadie los va a ayudar. Queridos amigos, los invito a que juntos recemos por el sufrimiento de tantas viÌctimas fruto de la guerra, que recemos por tantas familias de la amada Siria y de otras partes del mundo, para que de una vez por todas podamos comprender que nada justifica la sangre de un hermano, que nada es maÌs valioso que la persona que tenemos al lado. Y en este pedido de oracioÌn tambieÌn quiero agradecerles a Natalia y a Miguel, porque ustedes tambieÌn nos han compartido sus batallas, sus guerras interiores. Nos han mostrado sus luchas y coÌmo hicieron para superarlas. Son signo vivo de lo que la misericordia quiere hacer en nosotros.
Nosotros no vamos a gritar ahora contra nadie, no vamos a pelear, no queremos destruir. Nosotros no queremos vencer el odio con maÌs odio, vencer la violencia con maÌs violencia, vencer el terror con maÌs terror. Nosotros hoy estamos aquiÌ, porque el Señor nos ha convocado. Y nuestra respuesta a este mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad, se llama comunioÌn, se llama familia. Celebremos el venir de culturas diferentes y nos unimos para rezar. Que nuestra mejor palabra, que nuestro mejor discurso, sea unirnos en oracioÌn. Hagamos un rato de silencio y recemos; pongamos ante el Señor los testimonios de estos amigos, identifiqueÌmonos con aquellos para quienes «la familia es un concepto inexistente, y la casa soÌlo un lugar donde dormir y comer», o con quienes viven con el miedo de creer que sus errores y pecados los han dejado definitivamente afuera. Pongamos tambieÌn las «guerras» de ustedes, las luchas que cada uno trae consigo, dentro de su corazoÌn, en presencia de nuestro Dios.
Mientras rezaÌbamos, me veniÌa la imagen de los ApoÌstoles el diÌa de PentecosteÌs. Una escena que nos puede ayudar a comprender todo lo que Dios sueña hacer en nuestra vida, en nosotros y con nosotros. Aquel diÌa, los disciÌpulos estaban encerrados por miedo. Se sentiÌan amenazados por un entorno que los perseguiÌa, que los arrinconaba en una pequeña habitacioÌn, obligaÌndolos a permanecer quietos y paralizados. El temor se habiÌa poderado de ellos. En ese contexto, pasoÌ algo espectacular, algo grandioso. Vino el EspiÌritu Santo y unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno, impulsaÌndolos a una aventura que jamaÌs habriÌan soñado.
Hemos escuchado tres testimonios, hemos tocado, con nuestros corazones, sus historias, sus vidas. Hemos visto coÌmo ellos, al igual que los disciÌpulos, han vivido momentos similares, han pasado momentos donde se llenaron de miedo, donde pareciÌa que todo se derrumbaba. El miedo y la angustia que nace de saber que al salir de casa uno puede no volver a ver a los seres queridos, el miedo a no sentirse valorado ni querido, el miedo a no tener otra oportunidad. Ellos nos compartieron la misma experiencia que tuvieron los disciÌpulos, han experimentado el miedo que soÌlo conduce a un lugar: al encierro. Y cuando el miedo se acovacha en el encierro siempre va acompañado por su «hermana gemela»: la paraÌlisis, sentirnos paralizados. Sentir que en este mundo, en nuestras ciudades, en nuestras comunidades, no hay ya espacio para crecer, para soñar, para crear, para mirar horizontes, en definitiva para vivir, es de los peores males que se nos puede meter en la vida. La paraÌlisis nos va haciendo perder el encanto de disfrutar del encuentro, de la amistad; el encanto de soñar juntos, de caminar con otros.
Pero en la vida hay otra paraÌlisis todaviÌa maÌs peligrosa y muchas veces difiÌcil de identificar; y que nos cuesta mucho descubrir. Me gusta llamarla la paraÌlisis que nace cuando se confunde «felicidad» con un «sofaÌ/kanapa (canapeÌ)». SiÌ, creer que para ser feliz necesitamos un buen sofaÌ/canapeÌ. Un sofaÌ que nos ayude a estar coÌmodos, tranquilos, bien seguros. Un sofaÌ —como los que hay ahora modernos con masajes adormecedores incluidos— que nos garantiza horas de tranquilidad para trasladarnos al mundo de los videojuegos y pasar horas frente a la computadora. Un sofaÌ contra todo tipo de dolores y temores. Un sofaÌ que nos haga quedarnos en casa encerrados, sin fatigarnos ni preocuparnos. La «sofaÌ-felicidad», «kanapa-szczęsÌcie», es probablemente la paraÌlisis silenciosa que maÌs nos puede perjudicar, ya que poco a poco, sin darnos cuenta, nos vamos quedando dormidos, nos vamos quedando embobados y atontados mientras otros —quizaÌs los maÌs vivos, pero no los maÌs buenos— deciden el futuro por nosotros. Es cierto, para muchos es maÌs faÌcil y beneficioso tener a joÌvenes embobados y atontados que confunden felicidad con un sofaÌ; para muchos eso les resulta maÌs conveniente que tener joÌvenes despiertos, inquietos respondiendo al sueño de Dios y a todas las aspiraciones del corazoÌn.
Pero la verdad es otra: queridos joÌvenes, no vinimos a este mundo a «vegetar», a pasarla coÌmodamente, a hacer de la vida un sofaÌ que nos adormezca; al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella. Es muy triste pasar por la vida sin dejar una huella. Pero cuando optamos por la comodidad, por confundir felicidad con consumir, entonces el precio que pagamos es muy, pero que muy caro: perdemos la libertad.
AhiÌ estaÌ precisamente una gran paraÌlisis, cuando comenzamos a pensar que felicidad es sinoÌnimo de comodidad, que ser feliz es andar por la vida dormido o narcotizado, que la uÌnica manera de ser feliz es ir como atontado. Es cierto que la droga hace mal, pero hay muchas otras drogas socialmente aceptadas que nos terminan volviendo tanto o maÌs esclavos. Unas y otras nos despojan de nuestro mayor bien: la libertad.
Amigos, JesuÌs es el Señor del riesgo, del siempre «maÌs allaÌ». JesuÌs no es el Señor del confort, de la seguridad y de la comodidad. Para seguir a JesuÌs, hay que tener una cuota de valentiÌa, hay que animarse a cambiar el sofaÌ por un par de zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos pensados, por caminos que abran nuevos horizontes, capaces de contagiar alegriÌa, esa alegriÌa que nace del amor de Dios, la alegriÌa que deja en tu corazoÌn cada gesto, cada actitud de misericordia. Ir por los caminos siguiendo la «locura» de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caiÌdo en desgracia, en el que estaÌ preso, en el proÌfugo y el emigrante, en el vecino que estaÌ solo. Ir por los caminos de nuestro Dios que nos invita a ser actores poliÌticos, pensadores, movilizadores sociales. Que nos incita a pensar una economiÌa maÌs solidaria. En todos los aÌmbitos en los que ustedes se encuentren, ese amor de Dios nos invita llevar la buena nueva, haciendo de la propia vida un homenaje a eÌl y a los demaÌs.
PodraÌn decirme: «Padre pero eso no es para todos, soÌlo es para algunos elegidos». SiÌ, y estos elegidos son todos aquellos que esteÌn dispuestos a compartir su vida con los demaÌs. De la misma manera que el EspiÌritu Santo transformoÌ el corazoÌn de los disciÌpulos el diÌa de PentecosteÌs, lo hizo tambieÌn con nuestros amigos que compartieron sus testimonios. Uso tus palabras, Miguel, vos nos deciÌas que el diÌa que en la Facenda te encomendaron la responsabilidad de ayudar a que la casa funcionara mejor, ahiÌ comenzaste a entender que Dios pediÌa algo de ti. AsiÌ comenzoÌ la transformacioÌn.
Ese es el secreto, queridos amigos, que todos estamos llamados a experimentar. Dios espera algo de ti, Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti. Dios viene a romper nuestras clausuras, viene a abrir las puertas de nuestras vidas, de nuestras visiones, de nuestras miradas. Dios viene a abrir todo aquello que te encierra. Te estaÌ invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo con vos puede ser distinto. Eso siÌ, si vos no poneÌs lo mejor de vos, el mundo no seraÌ distinto.
El tiempo que hoy estamos viviendo, no necesita joÌvenes-sofaÌ, mÅ‚ody-kanapa, sino joÌvenes con zapatos; mejor auÌn, con los botines puestos. SoÌlo acepta jugadores titulares en la cancha, no hay espacio para suplentes. El mundo de hoy les pide que sean protagonistas de la historia porque la vida es linda siempre y cuando querramos vivirla, siempre y cuando querramos dejar una huella. La historia hoy nos pide que defendamos nuestra dignidad y no dejemos que sean otros los que decidan nuestro futuro. El Señor, al igual que en PentecosteÌs, quiere realizar uno de los mayores milagros que podamos experimentar: hacer que tus manos, mis manos, nuestras manos se transformen en signos de reconciliacioÌn, de comunioÌn, de creacioÌn. EÌl quiere tus manos para seguir construyendo el mundo de hoy. EÌl quiere construirlo con vos.
Me diraÌs, Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿queÌ puedo hacer? Cuando el Señor nos llama no piensa en lo que somos, en lo que eÌramos, en lo que hemos hecho o de dejado de hacer. Al contrario: eÌl, en ese momento que nos llama, estaÌ mirando todo lo que podriÌamos dar, todo el amor que somos capaces de contagiar. Su apuesta siempre es al futuro, al mañana. JesuÌs te proyecta al horizonte.
Por eso, amigos, hoy JesuÌs te invita, te llama a dejar tu huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y la historia de tantos.
La vida de hoy nos dice que es mucho maÌs faÌcil fijar la atencioÌn en lo que nos divide, en lo que nos separa. Pretenden hacernos creer que encerrarnos es la mejor manera para protegernos de lo que nos hace mal. Hoy los adultos necesitamos de ustedes, que nos enseñen a convivir en la diversidad, en el diaÌlogo, en compartir la multiculturalidad, no como una amenaza sino, como una oportunidad: tengan valentiÌa para enseñarnos que es maÌs faÌcil construir puentes que levantar muros. Y todos juntos pidamos que nos exijan transitar por los caminos de la fraternidad. Construir puentes: ¿Saben cuaÌl es el primer puente a construir? Un puente que podemos realizarlo aquiÌ y ahora: estrecharnos la mano, darnos la mano. AniÌmense, hagan ahora, aquiÌ, ese puente primordial, y deÌnse la mano. Es el gran puente fraterno, y ojalaÌ aprendan a hacerlo los grandes de este mundo... pero no para la fotografiÌa, sino para seguir construyendo puentes maÌs y maÌs grandes. Que eÌste puente humano sea semilla de tantos otros; seraÌ una huella.
Hoy JesuÌs, que es el camino, te llama a dejar tu huella en la historia. EÌl, que es la vida, te invita a dejar una huella que llene de vida tu historia y la de tantos otros. EÌl, que es la verdad, te invita a desandar los caminos del desencuentro, la divisioÌn y el sinsentido. ¿Te animas? ¿QueÌ responden tus manos y tus pies al Señor, que es camino, verdad y vida?