El pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Jn 20,19-31) nos habla de un lugar, de un disciÌpulo y un libro.
El lugar es la casa en la que estaban los disciÌpulos al anochecer del diÌa de la Pascua: de ella se dice soÌlo que sus puertas estaban cerradas (cf. v. 19). Ocho diÌas maÌs tarde, los disciÌpulos estaban todaviÌa en aquella casa, y sus puertas tambieÌn estaban cerradas (cf. v. 26). JesuÌs entra, se pone en medio y trae su paz, el EspiÌritu Santo y el perdoÌn de los pecados: en una palabra, la misericordia de Dios. En este local cerrado resuena fuerte el mensaje que JesuÌs dirige a los suyos: «Como el Padre me ha enviado, asiÌ tambieÌn os enviÌo yo» (v. 21).
JesuÌs enviÌa. EÌl desea desde el principio que la Iglesia esteÌ de salida, que vaya al mundo. Y quiere que lo haga tal como eÌl mismo lo ha hecho, como eÌl ha sido mandado al mundo por el Padre: no como un poderoso, sino en forma de siervo (cf. Flp 2,7), no «a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45) y llevar la Buena Nueva (cf. Lc 4,18); tambieÌn los suyos son enviados asiÌ en todos los tiempos. Llama la atencioÌn el contraste: mientras que los disciÌpulos cerraban las puertas por temor, JesuÌs los enviÌa a una misioÌn; quiere que abran las puertas y salgan a propagar el perdoÌn y la paz de Dios con la fuerza del EspiÌritu Santo.
Esta llamada es tambieÌn para nosotros. ¿CoÌmo no sentir aquiÌ el eco de la gran exhortacioÌn de san Juan Pablo II: «¡Abrid las puertas!»? No obstante, en nuestra vida como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener con frecuencia la tentacioÌn de quedarse un poco encerrados, por miedo o por comodidad, en nosotros mismos y en nuestros aÌmbitos. Pero la direccioÌn que JesuÌs indica es de sentido uÌnico: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin billete de vuelta. Se trata de emprender un eÌxodo de nuestro yo, de perder la vida por eÌl (cf. Mc 8,35), siguiendo el camino de la entrega de siÌ mismo. Por otro lado, a JesuÌs no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de doble viÌa. Pide ponerse en camino ligeros, salir renunciando a las propias seguridades, anclados uÌnicamente en eÌl.
En otras palabras, la vida de sus disciÌpulos maÌs cercanos, como estamos llamados a ser, estaÌ hecha de amor concreto, es decir, de servicio y disponibilidad; es una vida en la que no hay espacios cerrados ni propiedad privada para nuestras propias comodidades. Quien ha optado por configurar toda su existencia con JesuÌs ya no elige doÌnde estar, sino que va allaÌ donde se le enviÌa, dispuesto a responder a quien lo llama; tampoco dispone de su propio tiempo. La casa en la que reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo son los espacios abiertos de su misioÌn. Su tesoro es poner al Señor en medio de la vida, sin buscar otra para eÌl. Huye, pues, de las situaciones gratificantes que lo pondriÌan en el centro, no se sube a los estrados vacilantes de los poderes del mundo y no se adapta a las comodidades que aflojan la evangelizacioÌn; no pierde el tiempo en proyectar un futuro seguro y bien remunerado, para evitar el riesgo convertirse en aislado y sombriÌo, encerrado entre las paredes angostas de un egoiÌsmo sin esperanza y sin alegriÌa. Contento con el Señor, no se conforma con una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser testigo y de llegar a los otros; le gusta el riesgo y sale, no forzado por caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las rutas indicadas por el EspiÌritu: contrario al «ir tirando», siente el gusto de evangelizar.
En segundo lugar, aparece en el Evangelio de hoy la figura de TomaÌs, el uÌnico disciÌpulo que se menciona. En su duda y su afaÌn de entender —y tambieÌn un poco terco—, este disciÌpulo se nos asemeja un poco, y hasta nos resulta simpaÌtico. Sin saberlo, nos hace un gran regalo: nos acerca a Dios, porque Dios no se oculta a quien lo busca. JesuÌs le mostroÌ sus llagas gloriosas, le hizo tocar con la mano la ternura infinita de Dios, los signos vivos de lo que ha sufrido por amor a los hombres.
Para nosotros, los disciÌpulos, es muy importante poner nuestra humanidad en contacto con la carne del Señor, es decir, llevarle a eÌl, con confianza y total sinceridad, hasta el fondo, lo que somos. JesuÌs, como dijo a santa Faustina, se alegra de que hablemos de todo, no se cansa de nuestras vidas, que ya conoce; espera que la compartamos, incluso que le contemos cada diÌa lo que nos ha pasado (cf. Diario, 6 septiembre 1937). AsiÌ se busca a Dios, con una oracioÌn que sea transparente y no se olvide de confiar y encomendar las miserias, las dificultades y las resistencias. El corazoÌn de JesuÌs se conquista con la apertura sincera, con los corazones que saben reconocer y llorar las propias debilidades, confiados en que precisamente alliÌ actuaraÌ la divina misericordia. ¿QueÌ es lo que nos pide JesuÌs? Quiere corazones verdaderamente consagrados, que viven del perdoÌn que han recibido de eÌl, para derramarlo con compasioÌn sobre los hermanos. JesuÌs busca corazones abiertos y tiernos con los deÌbiles, nunca duros; corazones doÌciles y transparentes, que no disimulen ante los que tienen la misioÌn en la Iglesia de orientar en el camino. El disciÌpulo no rechaza hacerse preguntas, tiene la valentiÌa de sentir la duda y de llevarla al Señor, a los formadores y a los superiores, sin caÌlculos ni reticencias. El disciÌpulo fiel lleva a cabo un discernimiento atento y constante, sabiendo que cada diÌa hay que educar el corazoÌn, a partir de los afectos, para huir de toda doblez en las actitudes y en la vida.
El apoÌstol TomaÌs, al final de su buÌsqueda apasionada, no soÌlo ha llegado a creer en la resurreccioÌn, sino que ha encontrado en JesuÌs lo maÌs importante de la vida, a su Señor; le dijo: «Señor miÌo y Dios miÌo» (v. 28). Nos haraÌ bien rezar cada diÌa estas palabras espleÌndidas, para decirle: «Eres mi uÌnico bien, la ruta de mi camino, el corazoÌn de mi vida, mi todo.
En el uÌltimo versiÌculo que hemos escuchado, se habla, en fin, de un libro: es el Evangelio, en el que no estaÌn escritos muchos otros signos que hizo JesuÌs (v. 30). DespueÌs del gran signo de su misericordia —podemos pensar—, ya no se ha necesitado añadir nada maÌs. Pero queda todaviÌa un desafiÌo, queda espacio para los signos que podemos hacer nosotros, que hemos recibido el EspiÌritu del amor y estamos llamados a difundir la misericordia. Se puede decir que el Evangelio, libro vivo de la misericordia de Dios, que hay que leer y releer continuamente, todaviÌa tiene al final paÌginas en blanco: es un libro abierto, que estamos llamados a escribir con el mismo estilo, es decir, realizando obras de misericordia. Os pregunto: ¿CoÌmo estaÌn las paÌginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada diÌa? ¿EstaÌn escritas soÌlo en parte? ¿EstaÌn en blanco? Que la Madre de Dios nos ayude en ello: que ella, que ha acogido plenamente la Palabra de Dios en su vida (cf. Lc 8,20-21), nos de la gracia de ser escritores vivos del Evangelio; que nuestra Madre de misericordia nos enseñe a curar concretamente las llagas de JesuÌs en nuestros hermanos y hermanas necesitados, de los cercanos y de los lejanos, del enfermo y del emigrante, porque sirviendo a quien sufre se honra a la carne de Cristo. Que la Virgen MariÌa nos ayude a entregarnos hasta el final por el bien de los fieles que se nos han confiado y a sostenernos los unos a los otros, como verdaderos hermanos y hermanas en la comunioÌn de la Iglesia, nuestra santa Madre.
Queridos hermanos y hermanas, cada uno de nosotros guarda en el corazoÌn una paÌgina personaliÌsima del libro de la misericordia de Dios: es la historia de nuestra llamada, la voz del amor que atrajo y transformoÌ nuestra vida, llevaÌndonos a dejar todo por su palabra y a seguirlo (cf. Lc 5,11). Reavivemos hoy, con gratitud, la memoria de su llamada, maÌs fuerte que toda resistencia y cansancio. Demos gracias al Señor continuando con la celebracioÌn eucariÌstica, centro de nuestra vida, porque ha entrado en nuestras puertas cerradas con su misericordia; porque nos da la gracia de seguir escribiendo su Evangelio de amor.